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Sobre el Mundial y sus reflexiones a la hora del té

Posted by: El Reporter , July 12, 2014

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Escrito por: Jorge Mario Racedo.

Mi indignación se nutre porque hablamos de ella siempre, pero la mencionamos en voz baja cuando hay que señalar algo que sobrepasa los filtros de lo que nos permitimos

Muchas veces ha llegado a mí esa frase. La he escuchado tanto, en tantas partes, dicha por tantas personas de mi cotidianidad que podría acabar creyendo éso y justificando procederes contrarios a mis creencias. Se me presenta en todo contexto, con nombres diferentes y argumentos variados –algunos coherentes y otros más pasionales. Tanto así que incluso consideré usarla para darle sentido a todo, a lo que sí, a lo que no, a lo que tal vez. Pues bien, esa frase es tan colombiana como americana, nuestra como suya, tan de aquí de como de allá. Pareciese ser un legado que hacemos indeleble por propia determinación, una marca que identifica, un ideal que crea partidos políticos. He intentado introducir con estas letras algo que está gastado por el uso y que es tan tácito que nunca falta en cada semáforo concurrido, en cada hospital de la ciudad, en las calles transitadas y de puertas para dentro.

Es una expresión conveniente para excusarnos y verle el lado positivo incluso a la masacre más grande. Se ha vuelto universal, digna de lo considerado humano. Se puede leer entre líneas en libros de historia, verla en películas y series, y descifrarse en los subtítulos del día a día. Lo que más indigna es que le hayamos creado tantos sinónimos al núcleo de esa oración, que tenga más de una forma de decirse en todos los idiomas, en todos.

Lo diré de una vez por todas.

DESIGUALDAD.

“¡Qué bien, otro de izquierda/derecha/centro!”. No, ni de izquierda ni de derecha ni de centro, y mucho menos de apellidos plurales. Nunca hubo una finalidad diferente a despertar una reacción sórdida, una ligera sorpresa confusa. Nadie esperaría que la palabra desigualdad (y sus conjugaciones) se ajustara al parafraseo inicial. Pero sí, hemos hecho de ella una necesidad tan válida como moral.

La última vez que escuché un argumento aceptado, un argumento que defendiese lo inocuo fue hace un par de días por un <<respetable>> doctor en Medicina que me dijo lo siguiente: “…si fuese igual para todos ésto sería un caos”. Vinieron a mi mente imágenes vagas sobre África viviendo sin hambre, escenas sobre Colombia sin guerras, trazos delicados sobre un Medio Oriente y una Tierra Santa con potencial de exportar ideas de paz…lo que nunca entendí era cómo todo aquello podría derivar en un sinsentido mismo de nuestra realidad, en un desperfecto para lo que somos y hemos sido.

Muchos, como el ilustre “educador” de mi anécdota, consideran que la inequidad social es equivalente en gran escala a la necesidad de dividir tareas, de asignar  responsabilidades; haciendo ver los roles de la familia y los cargos de una compañía del mismo modo en que se ve el panorama de una Brasil mitad favela, mitad ciudad. Este tipo de gente defiende a todo pulso que gracias a las guerras la tecnología avanza (y por eso las necesitamos), que gracias al conflicto la medicina nos ofrece mejores servicios (y gracias a ello enfermarse es menos riesgoso para la vida), que se necesita una dictadura para llegar a iniciar un buen gobierno (como si la mera democracia fuese obsoleta).

Probablemente estén pensando ahora mismo que ya han escuchado ideas similares con anterioridad, pero la reflexión es la siguiente, ¿qué pensamos nosotros íntimamente de todo eso? ¿Correspondemos o no a lo que públicamente es reconocido como legal y cotidiano?

He sentido una necesidad de escribir en este espacio para administradores sobre desigualdad. Nunca me ha gustado sesgar y restringir las palabras a un solo ámbito, he podido escribir sobre organizaciones, sobre compañías, sobre optimización, pero preferí redactar este texto sobre la desigualdad, porque organización es un concepto que engloba todo cuanto somos y todo a lo que pertenecemos…yo, tú, él, ellos, nosotros, Alpina, Microsoft, Bogotá, Colombia, humanidad. Hace un par de días deseaba vehementemente redactar una nota sobre fútbol, sobre el Mundial, pero buscando noticias sobre cómo avanzaban los estadios, encontré algo llamativo. Varios titulares hablaban de la insatisfacción de empresas y sectores de la población que se quejaban porque el Mundial había llegado a Brasil para crear un abismo en la destinación de los recursos públicos y privados.

El argumento empleado por los voceros de dichas posturas sostiene la idea de que este evento (uno más) no ha hecho sino desviar las inversiones para exhibir en los medios a un país que por un mes es colorido (como las camisetas de las selecciones) pero que el resto del año seguirá viviendo la plena inseguridad de garantías para una vida digna. No es nada diferente a otra indignación, la de los fondos  que podrían usarse para educación y generación de empleo en vez de césped, infraestructura deportiva y remodelación de sectores que sin necesidad de turismo son por sí mismos paradisiacos.

Honestamente no supe qué pensar al respecto porque me gusta el fútbol a pesar de ser un pésimo jugador. Comenté esta idea, la charlé en el almuerzo, sorprendentemente hubo un manifiesto casi unánime en tildar a quienes se “quejaban” como “absurdos”, “resentidos” y “mala onda” (expresión poco autóctona pero juvenil, supongo). “¿Quién no quiere ir al Mundial, güevón, que se ubiquen” (no faltó quien acuñara esta célebre frase),  y recordando los Olímpicos de Invierno en Sochi (que seguí sólo por patinaje sobre hielo), encontré en mis grabaciones caseras que se mencionó que una de las pistas de esquí había costado cuantitativamente lo mismo que el producto interno de Nepal. ¡Woao! Y no quedó allí, volví a escucharlo en CNN.

No hago referencia a estas desigualdades para tildar a los deportes que son tan necesarios como meritorios. Escribo sobre desigualdad y menciono estos escenarios porque es la actualidad, lo que está de moda. No quiero moralizar sobre el sentido ni las bases de la sociedad actual ni sobre los alcances de las decisiones colectivas. Quiero transmitir estas inquietudes ajenas, ser un conductor de la crítica justificada. Noté gradualmente que me había permeado, que me había vuelto tolerante al hecho de que la pequeña empresa fracase, a que se concentre la oferta y demanda en pequeños sectores, a que congresistas ganen al mes una cifra que los campesinos ni siquiera conciben como posible para su mercado. Lo poco conveniente, lo reprochable era mi actitud pasiva a leer, escuchar y seguir  mi vida como si fuese una isla distante de Brasil, de África, del Chocó.

¿Vemos más allá de lo efímero? ¿Nos importa realmente el trasfondo de unas votaciones políticas insípidas, de una corrupción consentida, de una inequidad consensuada, de un Mundial en la favela?  Tantas otras veces he escuchado cantar a más de uno la estrofa “…imagine all the people” pero la incoherencia la encuentro cuando realmente demostramos que  nuestra zona de comodidad se hace tan pública como distante de lo que pasa por fuera de nuestras cuatro paredes, de nuestra piel. ¿Por qué en vez de ver el Mundial (marginalmente televisado) no logramos el <<caos>> al que mi querido doctor se refería mientras el mundo se viste todo de gol?

Tags: Brasil, Favelas, Fútbol, Mundial

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El Reporter

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